“Estarás siempre conmigo”: la promesa rota de la madre de Soacha que quedó en la eternidad
En 2008, Blanca Nubia Monroy perdió al amor de su vida. El conflicto armado le arrebató a su hijo Julián Oviedo, recordado hoy como uno de los falsos positivos.

Blanca Nubia junto a la foto del recuero de su hijo Julián Oviedo, víctima de las ejecuciones extrajudiciales.
Colombia
Blanca Nubia no es una madre como las demás, tampoco es un ser que pase desapercibido. Su sonrisa enternecedora esconde los gestos más desgarradores. Sus manos continúan recorriendo su pecho para procurar calmar los gritos que su alma intenta silenciar. Y su corazón, tan exhausto, entendió que en esta existencia ya no podrá ver al amor de su vida y tampoco encontrará un minuto de silencio en el que pueda reencontrarse con su hijo.
Blanca Nubia viene de una familia campesina. De niña soñaba con ser enfermera, soñaba con la posibilidad de ayudar a todos a su alrededor, a los niños, ancianos y jóvenes. Quería compartir su amor con el mundo y, así mismo, deseaba que la vida le agradeciera otorgándole una familia, un hogar que pudiera compartir con alguien que la abrazara en las noches frías.
En Arboletes, municipio del Urabá antioqueño, sus habitantes no soñaban con salir de este lugar, pero Blanca Nubia anhelaba viajar por el mundo y vivir en una ciudad que le diera las oportunidades que nunca tuvo: lograr florecer, un lugar digno de ella, donde estableciera su vida para ser feliz.
“Yo soñaba con vivir en una ciudad grande, de esas que alumbran en las noches”, cuenta.
De pequeña se destacó en el colegio, sus notas eran de admirar, sentía que podía agarrar el mundo con una mano. Su maestra destacaba su inteligencia.
Su libro favorito era la historia de Tarzán. Allí, entre letras y hojas, imaginaba ser libre, perfeccionar sus sentidos, hallar un espacio al cual pertenecer, entender el lenguaje de la vida, volar por los cielos, gritar a los cuatros vientos, perderse en la jungla para encontrarse.
Pero sus ilusiones empezaron a verse frustradas por la difícil relación que llevaba con su padre. Una pequeña que solo deseaba que su progenitor se sintiera orgulloso de ella y de las batallas que podía ganar.
Siendo adolescente, Blanquita tomó rumbo hacia Medellín. Para sobrevivir empezó a trabajar en diferentes casas de familia en labores domésticas. Estando allí, inició la dura tarea de la maternidad y la penosa relación con un hombre machista.
Pero pronto se daría cuenta que esta no sería la batalla más cruda que debía enfrentar, porque en un país como Colombia, marcado por una guerra que parece no tener fin, el conflicto armado le arrebató lo que más amaba.
Como la vida misma
En marzo de 2008, Blanquita, como pide que le digan de cariño, despidió a su ángel Julián Oviedo para no volverlo a ver nunca más. Un joven de tan solo 19 años que deseaba comerse al mundo, que tenía una vida por delante, con un espíritu tranquilo, sereno y bondadoso que no logró sobrevivir a la Colombia fría.
Las ganas de salir adelante lo llevaron a trabajar día y noche, alcanzar sus sueños era su motor en un mundo que lo obligaba a “ser alguien”, ignorando que ya lo era todo para su familia.
Julián, como muchos jóvenes de este país indolente, tuvo que rebuscarse la vida y escabullirse entre el narcisismo de una sociedad que encadena al olvido a los olvidados.
Tuvo que marcharse del mundo antes de tiempo. Se encontró de frente con la realidad, la muerte no lo dejó soñar, estropeó todos sus anhelos y su deseo más preciado: ayudar a pagar la “casita” que sus padres, Blanquita y José Idelberto, habían conseguido con tanto sudor.
Al mirar al pasado, Blanquita recuerda las últimas palabras de Julián, su voz, la risa con la que hacía vibrar cada rincón de su humilde hogar, su tierno rostro y la delicadeza con la que pronunciaba la palabra “madre”.
“Guárdeme comida que tengo filo. Yo vuelvo más tarde madre”, estas fueron las últimas palabras que Blanquita le escuchó decir a su hijo. Él nunca regresó, no logró cumplir su sueño, tampoco consiguió construir la casa en la que quería pasar sus días, no se enamoró, nunca más sonrió.
Su último viaje por este mundo lo llevó a un abismo infinito, desconocido y desolador, indiferente, insensible, crudo, tormentoso, tan doloroso que imposibilita sentir su último sentir. “En el fondo de mi corazón yo sentía que a mi hijo le había pasado algo”, cuenta Blanquita mientras sus ojos recuerdan aquellos días.
Se vio obligado a dejar atrás a su familia, pero sus hermanos y padres aún lo recuerdan con “el vacío más grande e imposible de llenar”, así lo expresa Blanquita, que además cuenta que desde entonces no ha vuelto a ser feliz.
Una experiencia tan amarga convirtió a Julián en carnada de los militares, aquellos que juraron proteger a la patria y la desangraron. Y aquí las consecuencias: el gran dolor de una madre.
“¿Qué sería de mi muchacho? ¿Cómo sería su vida? ¿Cómo serían sus hijos? ¿Cómo vivir en un mundo en el que ya no está mi hijo? ¿Cómo volver a sentirme completa? ¿Cómo aceptar las injusticias de la vida? ¿Cómo podré perdonar los corazones indolentes de los responsables? ¿Y si olvido su risa? ¿Y si olvido su voz? ¿Y si mejor me voy con él?”, se pregunta aún su madre.
La travesía de lo incierto
Blanquita llegó a Bogotá en 1985 con la esperanza de brindarle un mejor futuro a sus siete hijos: Jairo Alberto, Guidoberto, Julián, Leiner, Yubely, Jholibert y Maryely. Sin embargo, no contaba con la desventura de que el monstruo llamado conflicto armado tocara a su puerta para desgarrarle uno de sus pétalos.
Desde la desaparición de Julián, ella recorrió los pasillos de Medicina Legal con desesperación, pidiéndole a Dios, que su hijo no fuera a parar a los cuartos fríos, donde el olvido y el dolor se unen para congelarse en la desgracia de reconocer a un hijo destrozado, ultrajado y vestido de verde olivo.
“En el barrio se escuchaban chismes y rumores sobre que los jóvenes desaparecidos estaban apareciendo muertos en otra ciudad, yo intentaba no creer en esto. Pero luego me dijeron que dentro del grupo de los muchachos estaba el joven que vivía en la casa que quedaba al frente de la fábrica. El único que vivía al frente de la fábrica era Julián. Cuando me enteré yo corría y corría e intentaba no desmayarme. Ahí se me acercaron para preguntarme cómo estaba, pero yo solo repetía: “me mataron a mi hijo, Julián está muerto, mataron a Julián. Una vecina me acompañó a la casa, entré, me senté, me quedé sola, no sabía si llorar o gritar, mi mente estaba en blanco”, relató Blanquita.
Blanquita quiso perseguir las huellas imborrables que dejó Julián, un rastro que la llevaría a descubrir el horror de una verdad que carga en sus hombros. A su pequeño lo habían asesinado. Su cuerpo se encontraba en una fosa común en Norte de Santander junto a varios jóvenes deseosos de salir adelante honradamente, pero fueron engañados inocentemente.
NN-042
Por un instante, Julián se convirtió para este país en una cifra más. Por algunos fue conocido por NN-042, pero fue más que un número de los miles que tuvieron que ser valientes antes de morir. Un cuerpo sin nombre que esperaba por ser hallado por sus más grandes amores.
Con Julián, fueron 6.042 jóvenes que apostaron por la vida y se encontraron con la muerte, se despidieron de sus padres, hermanos, hermanas e hijos con la esperanza de regresar al regazo de sus madres y al calor de un hogar.
Desgraciadamente les arrebataron la posibilidad de momentos como escuchar el canto de los pájaros al despertar, disfrutar de los rayos del sol iluminando el camino, ver la majestuosidad de un atardecer a la orilla de la playa, nadar entre las olas o sentir el calor de una taza de café que se resiste al frío de las mañanas.
Ahora los recordamos como falsos positivos.
“El día más triste de mi vida, la prueba más dura que he tenido que pasar en mi vida fue cuando me enteré que mi hijo estaba muerto”.

Julián Oviedo, cuando era un niño. La foto favorita de Blanca Nubia, con la que lo recuerda con felicidad.
Una promesa rota que viaja por la eternidad
A los cinco días de nacido, Blanquita le prometió a Julián que nunca lo dejaría solo. Lo tomó entre sus brazos mientras él movía sus pequeñas manos hacía su dirección. Le acarició el rostro y le susurró “mi amor, yo te juro que nunca me voy a separar de ti, tú vas a estar siempre conmigo”.
Diecinueve años después, Blanquita ya no lo besa, ya no lo mira a los ojos, no lo escucha y mucho menos lo abraza; se pregunta entre dolor y un poco de culpa, “¿Por qué? ¿Por qué mi muchacho? ¿Por qué a mí? ¿Acaso la vida de mi hijo no era importante?”.
Las promesas de Blanquita cambiaron, ahora promete luchar, salir adelante, intentar dejar atrás, perdonar, disimular el dolor, no pisar las heridas. Ahora se promete a sí misma reencontrarse en la eternidad con su hijo.
“Cuando yo me vaya, quiero encontrarme con él, quiero volverlo a ver (…) Una de mis hijas soñó con él. Julián le decía que me cuidara porque yo era la siguiente en reunirme con él”, contó Blanquita sin una gota de miedo a la muerte.
Sanar para vivir
Ni Blanquita ni Julián pudieron ser lo que deseaban ser. No lograron huir de la realidad del conflicto de Colombia. Su historia de amor quedará sumida en el corazón de una de las madres de Soacha y en el recuerdo de un hijo que no deja ir.
Entre bordados, pinturas y letras, Blanquita ha encontrado el espacio para expresar su más sentido dolor: pesado, inigualable e inexplicable.

Blanca Nubia ha logrado sanar a través del arte.
“Ahora pinto paisajes, caballos. Recuerdo mi infancia entre los árboles y las flores del campo. También aprendí a tejer y coser, me ayuda a pensar en otras cosas. Me ayuda a sanar un poco”, expresa.
Blanca Nubia no es una madre como las demás y tampoco pasará desapercibida. Su luz ha logrado sobrepasar los espacios más oscuros de horror, los del dolor que solo las madres pueden sentir. Aún ama sin medida, cuida de sus hijos, adora a sus nietos. Intenta sobrevivir al día.